Opinión | Caligrafía

La vista

Graduarse la vista es como calentar mantequilla en un microondas: un cuarto de más y se pasa de la perfección al desastre. Como todos los miopes que conozco, sigo comprobando qué matrícula alcanzo a ver, cuánto corrijo mi vista entrecerrando los ojos, cuánta luz puedo pedir como Goethe en su lecho de muerte en cuanto creo que una bombilla más va a hacerme ver bien mágicamente. No vivo sin gafas, me las quito para dormir y a veces para ducharme; y mis hijos han aprendido desde el comienzo de su vida a sacarme de la cama con una mano y darme las gafas a la vez con la otra. Cuántas gafas no me habrá cobrado el mar como tributo por meterme a nadar con ellas, repitiendo la estupidez sin vergüenza verano tras verano.

Hay una gran responsabilidad personal en la graduación de la vista. Las primeras lentes pueden descartarse sin temor, pero llega un punto en el que hay que elegir entre 0,25 arriba o abajo. No hay opciones incorrectas y depende de donde uno crea que está su comodidad. Nadie decide por ti. Hay que elegir entre ver con un tamaño mayor la lejanía, con un indicio de descomposición, como si la luz rebosara entre las costuras de los cuerpos; o hacerlo con más nitidez, con colores plenos y firmes, pero con pequeñez. Esta decisión de cada miope expone su carácter o su ánimo como pocas intimidades. Pienso que acabamos haciendo patria con la gente que ha leído o visto o escuchado lo que nosotros y no con la que compartimos barrio o país. Entre esas repúblicas universales está la de la graduación común de las gafas.

Alzo mi bandera ante mis hermanos: hoy he elegido grandeza.

  • Abogado

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