Calenda verde

Leyendas de la adelfa

La adelfa florece y fructifica en los meses de junio a septiembre, y durante el estío dota de cromatismo las orillas de ríos y arroyos, ramblas y barrancos

Ejemplar de adelfa en la Sierra de Córdoba.

Ejemplar de adelfa en la Sierra de Córdoba. / J. AUMENTE

José Aumente Rubio

José Aumente Rubio

Lucio Apuleyo fue el escritor romano más importante del siglo II. Su obra más citada es Las metamorfosis, novela alegórica también conocida como El asno de oro. Se le suele considerar antecedente de la novela picaresca, de la que luego encontraremos grandes desarrollos a partir del siglo XVI. Narra cómo el joven Lucio -nombre que también se atribuyó a Apuleyo, confundiéndose de este modo autor y protagonista- víctima de un hechizo fallido que lo transforma en asno, sin perder sus facultades intelectuales -salvo el lenguaje-, pasa por varios amos y diversas aventuras.

Muchos siglos después, El asno de oro ejercería una notable influencia en la narrativa europea y en muchos otros campos del conocimiento. Pietro Andrea Gregorio Mattioli fue un médico y naturalista del siglo XVI nacido en Siena, y fallecido a causa de la peste en Trento. Reunió los conocimientos sobre botánica médica de su época en Discorsi (Commentaries) de la Materia Medica de Dioscórides, cuya primera edición apareció en 1544 en idioma italiano. Conocedor de la obra de Lucio Apuleyo, al hablar de la adelfa se hace eco del siguiente episodio: «Cuando el pobre Apuleyo fue convertido en asno, y pretendía comer rosas para que le volvieran a su prístina forma humana, por poco salió engañado con las de la adelfa, porque habiéndolas divisado desde la lejanía, imaginando que lo eran de verdad, con tales ansias se echó a correr para devorarlas, que poco faltó que las comiera sin detenerse a mirarlas. Más, entonces cayó en la cuenta de que eran veneno presentáneo y mortífero para los asnos, y hallándose que él lo era, burlado por la fortuna, dejó las adelfas en paz y volvióse con las orejas gachas». Con esta cita Mattiolli quiere enfatizar la enorme toxicidad que muestra esta planta, como dejó claro el propio Dioscórides en su famosa obra De Materia Medica: «Sus hojas y flores son veneno mortífero para los perros, los asnos, los mulos y muchos animales cuadrúpedos». Sin duda, Apuleyo habría leído la obra de Dioscórides, médico y botánico de la Grecia romana nacido un siglo antes, inspirándose en su obra para escribir este capítulo de su principal novela; texto que recuperó Martielli catorce siglos después para ilustrar y recalcar los conocimientos de Dioscórides, cerrando de este modo un curioso círculo de conocimientos compartidos.

La adelfa florece y fructifica de junio a septiembre y es de las pocas plantas de la Sierra que, al ser fuertemente venenosa y, por tanto, respetada por los herbívoros, permanece verde e intacta todo el año. Durante el estío dota de cromatismo a la vegetación de galería que rodea ríos y torrentes. A pesar de su toxicidad, su uso en jardinería se encuentra bien consolidado y extendido, sobre todo en márgenes de carreteras, empleándose variedades cultivares de flores purpúreas y blancas, principalmente.

La adelfa es una de las pocas plantas que tiene el honor de haber podido influir en el desenlace de una batalla. Situémonos en la mal llamada Guerra de la Independencia (1808-1814). Hombres surgidos de la entraña popular figuran entre los jefes más representativos de las innumerables partidas guerrilleras que libraron una guerra sin cuartel al invasor, impidieron su consolidación y minando, a la larga, su capacidad para mantenerse en el país ocupado. Es la guerra de guerrillas, donde se echa mano de cualquier argucia para vencer al usurpador francés. Hay registros históricos sobre la intoxicación y muerte de trescientos soldados franceses del cuerpo del ejército del Mariscal Suchet que consumieron carne asada con estacas de laurel. Sin embargo el laurel no es venenoso, o quizás se trate de otro tipo de laurel: el «laurel rosado o de campo», como también se conoce a la adelfa. Según cuenta una leyenda muy extendida, en la comarca malagueña de Ronda, adonde por cierto que yo sepa nunca llegó Suchet, se reunió un batallón de franceses. Los lugareños, con aviesa intención, decidieron agasajar a los gabachos con una opulenta cena a base de conejos a la brasa, ensartados en estacas de adelfa y aderezados con sus hojas entremezcladas con romero y tomillo. Los soldados devoraron la carne y bebieron a placer el vino de la comarca. Poco a poco el sopor se adueñó de ellos y la sombra del sueño se extendió por el campamento. A la mañana siguiente la mayor parte del batallón estaba muerto, el resto intoxicado. No podemos confirmar la autenticidad de esta historia, como tampoco que influyera de manera decisiva en el devenir de la contienda, sin embargo, se suele poner como ejemplo de la picaresca, el ingenio y la capacidad de improvisación del español.

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