Selección

Vista Alegre vibra al ritmo de la cuarta Eurocopa de España

La nueva conquista de la selección nacional devuelve la euforia a un recinto que hace un mes celebraba el ascenso del Córdoba CF

Córdoba celebra la cuarta Eurocopa de España

Víctor Castro

Miguel Heredia

Miguel Heredia

Y las gargantas volvían a romperse. Las banderas ondeaban con violencia y los cánticos rebotaban por las cuatro esquinas. Como si Vista Alegre se hubiera vuelto una auténtica caja de resonancia. Por un lado, el éxtasis mutaba en abrazos entre familiares, por el otro, parejas e hijos se unían para celebrar la gesta, mientras que más allá, casi de fondo, también se vislumbraban extensos grupos de amigos, antiguos y nuevos -algunas amistades se cocieron siguiendo el partido-, cantando y danzando sobre los primeros acordes del himno nacional, que había echado a andar poco después del pitido final. El mismo recinto que hace menos de un mes explotaba de alegría celebrando el primer paso del Córdoba CF hacia el ansiado ascenso a Segunda División volvía a vibrar con el fútbol, aunque ahora con otro tono y colores: las de la selección española. Los de Luis de la Fuente habían echado el lazo a la cuarta Eurocopa de España tumbando a Inglaterra en la gran final del campeonato continental en el Estadio Olímpico de Berlín (2-1) y Córdoba volvía a ser una fiesta.

Calienta la previa

La ciudad sabía de qué iba el asunto. Con un máster en ambiente tras la reciente gesta del club blanquiverde, amenizar la antesala de la gran cita frente al cuadro inglés no era una asignatura desconocida. Tampoco iba a serlo así en Vista Alegre, que desde antes de abrir oficialmente sus puertas, a eso de las 20.00 horas, ya contaba con una masa de aficionados ataviados con distintivos rojos y amarillos abarrotando aledaños, bares y calles circundantes. «Llevamos aquí desde hace varias horas, y las que nos quedan. Esto va a ser histórico», aseguraba Luis, veterano aficionado que se había desplazado junto a su hijo y nieto, con los que compartía nombre, primer apellido y también una pasión transgeneracional por la pelota, con miras a un encuentro que acabaría cumpliendo sus vaticinios.

«El torneo que estamos haciendo es para llevárnoslo, no veo a ningún equipo que haya conseguido jugar ni convencer como nosotros», comentaba en un parque cercano José, acompañado de sus hijos Manuel y Carmen, que a su corta edad todavía no habían vivido una gesta de La Roja. «Ellos nunca han visto algo así, lo primero fue hace poco, con el Córdoba CF, y ahora están enganchados a España. Esto lo recordarán siempre», continuaba, mientras que ambos retoños, de nueve y seis años, jugaban despreocupadamente con un pequeño balón junto a la zona de toboganes y balancines.

Los aficionados españoles respaldan a la selección antes del encuentro.

Los aficionados españoles respaldan a la selección antes del encuentro. / VÍCTOR CASTRO

Avanzaba el reloj y llegaba la hora de entrar al recinto. Con un aforo de hasta 3.500 espectadores, las instalaciones colindantes con la barriada de Ciudad Jardín dieron cobijo a prácticamente un millar de aficionados para seguir la gran cita aún media hora antes del comienzo. «Nos los vamos a comer. Nico Williams y Lamine Yamal están imparables», sentenciaba ya dentro del propio Palacio Municipal Jesús, convencido, seguro de escapar de tierras teutonas recuperando el trono europeo, además de elogiando a los dos jugadores de moda de la selección. Y no iba descaminado. 

Montaña rusa de emociones

La puesta en escena fue eléctrica en Berlín, a más de 2.700 kilómetros de la provincia de Córdoba, donde el cuadro ibérico estaba algo más entonado durante los primeros compases. Las primeras carreras por los costados también arrancaron algún que otro aplauso, aunque los murmullos se propagaban aceleradamente cada vez que alguna de las estrellas británicas contactaban con el esférico. Jude Bellingham, Harry Kane, Bukayo Saka o Kyle Walker, la ristra de nombres temibles no terminaba. La tuvo Nico Williams a los diez de juego, deshaciéndose de su par para acariciar el tanto inaugural del pleito ante Pickford, llegó bien Stones, y Vista Alegre se activó. «¡España, España, España!», entre otros cánticos, resaltaba algo más ordenadamente sobre el griterío extendiendo, que iba perdiendo timidez y ganaba convicción paulatinamente. 

El primer acto acabó reforzando morales. Sobre el 40 en el minutero, una carrera al espacio de Álvaro Morata desató la euforia, sin premio. También puso lo suyo Unai Simón, que tuvo que sacarle una ocasión clara a Foden sobre la bocina a vestuarios. «Tenemos que tocar más balón cerca de su portería y buscar a los extremos, ahí les hacemos daño», analizaban María y Jesús, que habían elegido el intervalo como el espacio de tiempo perfecto para recomponer emociones con un refresco.

Del dicho al hecho, la segunda mitad dejó un guion más proactivo. Los de Luis de la Fuente saltaron enchufados. La tuvo una vez Dani Olmo y poco más tarde no perdonó Nico, aprovechando una asistencia de su socio Lamine Yamal para inventarse un golazo, el primero de la cita. «¡Vamos, vamos!», se seguía voceando animosamente en el lugar. Olió la sangre poco después el propio Olmo, con un chut que se le marchó excesivamente cruzado, algo antes de también un ensayo de Yamal, el  «chico maravilla», como se le apodaba entre algunos asistentes, con un disparo en posición franca que acabó estrellando contra el meta visitante. 

La afición de España en Vista Alegre reclama una acción durante la final.

La afición de España en Vista Alegre reclama una acción durante la final. / VÍCTOR CASTRO

La traca final

Los nervios se palpaban en el ambiente, casi como si de una masa se tratase. Voluble, tangible. Entraba la recta final y toda la carne pasaba al asador, tanto en el terreno de juego como en el ambiente. Las arengas de Vista Alegre, por momentos, traspasaban el pantallón gigante e iban directas al verde del feudo berlinés, en el que se cocía un mazazo. Ya había avisado un par de veces por entonces Bellingham, que desde la frontal probó con un zapatazo, aunque en una descarga suya, tras asociarse con Saka, acabó mandando el balón a las redes el recién ingresado Palmer, que había saltado a la cancha apenas unos minutos antes.

Tocaba apretar pero el ambiente se había enfriado. Fueron los peores minutos de La Roja en Alemania y también los más erráticos del respetable cordobés, que todavía no había encajado el golpe. «¡Yo soy español, español, español!», entonaban los cabecillas de la animación, pidiendo un esfuerzo extra a una hinchada que, sin estar de cuerpo presente, estaba desgañitándose en respaldo de sus ídolos. «Hay que empezar a meter cambios», se rumiaba entre mentideros improvisados. De la Fuente, casi haciendo un acto de telepatía, no desoyó la orden e introdujo a piezas de confianza, junto a un Zubimendi que tuvo que ingresar tras el intervalo con la lesión de Rodri por un encontronazo. 

Los asistentes a Vista Alegre celebran la conquista de la Eurocopa.

Los asistentes a Vista Alegre celebran la conquista de la Eurocopa. / VÍCTOR CASTRO

No fueron muchos, pero significativos. Entre las permutas se alineó a Nacho Fernández para dar consistencia y empaque a la defensa y a un Mikel Oyarzabal que más tarde acabaría siendo trascendente. No sabía el futbolista de la Real Sociedad que la noche del 14 de julio de 2024 pasaría a tener su nombre inscrito para los restos. Relevó a Morata y algún comentario incrédulo rondó el Palacio de Deportes. No se confiaba enteramente en el eibarrés, pero más tarde sería clave. Desde las botas de otro futbolista hecho a sí mismo en el campeonato se originó un tanto para la posteridad, precisamente, con una jugada a la que Cucurella hizo de precursor para acabar asistiendo al ariete con un centro raso y medido.

Metió la bota con el alma el «21» rojo y amarillo, ganando la carrera a su par y desatando una vez más la euforia en Vista Alegre, entonces más alocada, más desmedida, el título se acercaba. El descuento pasó como un suplido, se escapó entre interrupciones. El pitido final también dio rienda suelta a una avalancha de suspiros. Todo había terminado. España había ganado. Hubo espacio incluso para un amago de segundo en el que nadie celebraba, la gente titubeaba, había cierta incredulidad. Quedó como un espejismo. El primero en saltar se llevó consigo al resto, que se unieron por enésima vez al grito de «¡Yo soy español, español, español!» sin cesar en su empeño hasta ver a Morata levantando la cuarta Eurocopa de la selección, que vibró e hizo vibrar a partes iguales este domingo.

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