Desde un sorprendente ejercicio de síntesis intelectual y filosófica con fuerte carga de tradición y espíritu popular, el mito fue para el mundo antiguo la vía con la que intentar explicar de forma simbólico-alegórica el universo y sus vaivenes. Prácticamente no hay pasión humana, anhelo, traición, saber, bajeza o grandeza que no tengan su hueco en él, aunque la forma de expresión sea tan metafórica y adaptada a su época que a nosotros nos cueste muchas veces penetrar como deberíamos sus más profundos pliegues y recovecos. Y, sin embargo, muchos de ellos son de una modernidad que sorprende; tanto, que cuesta entender cómo hace dos mil quinientos, incluso tres mil años, el ser humano pudo tener ya tales agudeza, clarividencia y capacidad de abstracción, suficientes para ejemplificar todo en el mito, y hacerlo además de forma que se perpetuara en el tiempo. Se entiende así que volvamos recurrentemente la vista a él a través del cine, el teatro, el arte, la filosofía o la literatura, en busca de vademécums que nos permitan, también a nosotros, explicar reacciones, comportamientos o procederes enraizados en lo más atávico, y no siempre ejemplarizante, de nuestra raza. Si pensamos además que hasta las primeras grandes recopilaciones del mismo -Homero y Hesíodo, en Grecia; Virgilio y Ovidio, en Roma, por solo citar algunos de los grandes-, su forma de transmisión fue la oral, es fácil deducir que hoy su éxito habría sido harto difícil. En momentos de globalización máxima, cuando una noticia se conoce de extremo a extremo del mundo segundos después de que se produzca, y las redes sociales encumbran o conducen al abismo a todo tipo de descerebrados, estamos paradójicamente perdiendo el don de la comunicación personal, absorbidos hasta el embobamiento por mil y un dispositivos que nos sustraen sin remedio de lo más hermoso que nos ofrece la vida: el contacto humano; el de verdad, palabra a palabra, piel a piel, aliento a aliento. Retroceso calificado de evolución por voceros y fanáticos del universo virtual, que a muchos en cambio nos hace añorar con intensidad las tertulias a la puerta de nuestros abuelos, en las que tanto aprendimos y nos reímos.

Por eso, a pesar de la proliferación hoy del narcisismo sería difícil encontrar a quien pudiera explicar de qué va con exactitud el mito de Narciso, ese personaje singular que, tras contemplar su rostro reflejado en el espejo cristalino de una fuente, quedó profunda y obsesivamente enamorado de sí mismo e incapacitado para amar a nadie más. En realidad fue un castigo de la diosa Némesis por su arrogancia: embebido de su propia belleza, había rechazado sin cesar hasta ese momento el amor de varones y de hembras, hasta que cayó víctima de su profunda altanería. Sin poder desprenderse de la fascinación que le provocaba su imagen como le ocurre a quien ama apasionadamente, empeñado en seducir al sensual joven que veía reflejado en las aguas, acabaría arrojándose a ellas y muriendo ahogado. Más tarde, en aquel preciso lugar nacería una nueva y hermosa flor que desde entonces lleva su nombre. Se trata de una parábola con fuerte acento moralizante que, sin duda, podríamos aplicar perfectamente a nuestros días. Basta echar un vistazo alrededor para reconocer los síntomas de esta deformación emocional y psicológica en muchísimas de las personas que inundan la esfera de lo público en España (y no solo): políticos/as, jueces y juezas, actores y actrices, cantantes, empresarios/as, deportistas, profesores/as universitarios/as, médicos/as, tertulianos/as, personajes televisivos..., son sólo algunos de los sectores profesionales (porque el abanico abarca en realidad desde lo más alto a lo más bajo), en los que podemos encontrar a este particular tipo humano, presente entre inteligentes y no inteligentes, entre guapos y feos, entre poderosos y mindundis de tres al cuarto, entre jóvenes y viejos. Sólo hace falta un buen espejo, una autoestima más o menos desarrollada -camuflada en muchas ocasiones de complejo de inferioridad- y, sobre todo, un altísimo concepto de sí mismo; un carácter presuntuoso, soberbio, envarado, vanidoso, petulante y despreciativo, y una falta absoluta de generosidad. ¿Conocen a alguien así? Estoy seguro de que les viene a la mente, de entrada, más de un nombre.

Narciso murió víctima de su propio ego. Por el contrario hoy, en este mundo brutalmente capitalista en el que vivimos, hedonista, epicúreo y carente de valores hasta casi el esperpento, ser narcisista es quizás el modo mejor para prosperar en la vida y encontrar hueco entre los privilegiados. Al fin y al cabo, no lo olvidemos, asistimos más o menos estupefactos a un clamoroso triunfo de los mediocres, y éstos no admiten a su lado a nadie que les pueda hacer sombra o les tape, aun cuando mínimamente, su propia imagen. Mejor por tanto rodearse de cretinos como ellos. Y así nos va...

* Catedrático de Arqueología de la UCO