En nuestro país queremos sustituir el egoísmo por la moral, el honor por la honradez, las costumbres por los principios, la tiranía de la moda por el dominio de la razón, el desprecio por la desgracia por el desprecio del vicio, la insolencia por el orgullo, la vanidad por la grandeza de ánimo, el amor al dinero por el amor a la gloria, la buena sociedad por las buenas gentes, la intriga por el mérito, la presunción por la inteligencia, la apariencia por la verdad... Y un pueblo adulador, frívolo y miserable por un pueblo magnánimo, poderoso y feliz". Sería extraño que ante estas palabras alguien mostrara su desacuerdo, pero más insólito aún sería escucharlas hoy día en boca de buena parte de los dirigentes políticos y cargos públicos en quienes delegamos nuestro poder soberano. Son palabras de uno de los personajes más controvertidos, y sugestivos, de la Europa contemporánea: Maximilien Robespierre. He encontrado ese texto en la apasionante novela de Javier García Sánchez, Robespierre , donde a lo largo de más de mil páginas analiza la trayectoria vital y política del revolucionario francés, y para ello usa la memoria y el recuerdo de un personaje literario, Sebastian-François Précy de Landrieux y Duclos. Aún no la he terminado, pero este relato de ficción, con gran respeto a las fuentes (basta con ver el Post scriptum , compuesto por cerca de 200 páginas donde repasa el tratamiento que ha recibido el biografiado en la historiografía), lo encuentro más atractivo que la obra de investigación de Peter McPhee: Robespierre. Una vida revolucionaria . Me resulta fácil establecer la comparación porque he realizado una lectura a continuación de la otra.

No pretendo establecer ningún paralelismo entre ambos libros, ni siquiera hablar de las posibles relaciones entre historia y narrativa. Me interesa reseñar que, al parecer, cuando Robespierre pronunciaba discursos con esos contenidos, sus palabras eran objeto de burla por parte de otros revolucionarios, en consecuencia quizás no escuchemos en la actualidad ese tipo de pronunciamientos porque nadie desea servir de escarnio. Sin embargo, esto no casa con el hecho de que los líderes políticos no manifiesten esa misma preocupación ante otras cuestiones, entre ellas los datos que nos llegan de las últimas encuestas, bien de organismos públicos o de medios de comunicación privados. El pasado domingo un diario nacional publicaba una en la que, al cuantificar la diferencia entre la aprobación o desaprobación hacia los miembros del Gobierno, todos obtenían un resultado negativo, desde la vicepresidenta (-42) al ministro de Educación (-68), pero es probable que su despreocupación venga de que todos salen mejor parados que el presidente (-77), quien a su vez se podía consolar con lo obtenido por el líder de la oposición (-87), y de ese resultado negativo no se libran otros dirigentes, como el de IU (-65) o la de UPyD (-60). A ello habría que añadir que el 87% de los encuestados no confía en Rajoy y el 94% tampoco en Rubalcaba. El 80% tiene una impresión de conjunto negativa sobre el Gobierno, con la particularidad de que esa desconfianza llega al 47% en votantes del PP.

Cuestiones como estas deberían ser el objeto de preocupación de los dirigentes políticos y no si sus planteamientos pueden ser objeto de mofa (por los ciudadanos o por sus votantes). A Robespierre eso nunca le preocupó, fueron otras sus inquietudes, y sin duda algunos de sus planteamientos revolucionarios aún pueden estar vigentes. En el discurso ya citado, afirmaba que el objetivo era "sustituir los vicios y las ridiculeces de la Monarquía por las virtudes y las cualidades de la República". Se comprende, pues, que alguien tan bueno como Antonio Machado dijera que "hay en mis venas gotas de sangre jacobina".