Opinión | Cosas

Dos ciudades

«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas». Pocos inicios de novelas son tan citados como ese majestuoso arranque de ‘Historia de dos ciudades’, de Charles Dickens. En un mundo emancipado de la hegemonía europea, esta pasada semana hemos fugazmente recuperado aquella sensación de que un constipado del Viejo Continente zarandeaba a todo el orbe.

Ya sabemos que las dos ciudades eran, o son, Londres y París, en las turbulencias previas a la Revolución Francesa. Las elecciones del pasado jueves parecían redoblar el tópico de la excentricidad británica, ahora que la socialdemocracia parecía batirse en retirada. El hartazgo por comprobar que el Brexit no traería la Arcadia que prometieron los conservadores ha llevado masivamente al electorado británico a virar hacia la extravagancia de la sensatez. Nada de desahogarse en populismos, sino confiar en el antiguo Partido Laborista, aunque Keir Starmer no tenga el carisma de Tony Blair. Me quedo con su primera declaración de intenciones, un arma, no obstante, de doble filo en el que la demagogia acecha a la honestidad si la gestión no acompaña al empeño: «Cuando la brecha entre los sacrificios hechos por las personas y el servicio que reciben de los políticos crece así de grande lleva al cansancio en el corazón de una nación».

Por otro lado, la segunda vuelta de las legislativas francesas evocaba el vértigo de los días de la Pimpinela Escarlata, con esa misma línea divisoria que Dickens fijó en el Canal de la Mancha: las sosegadas alternancias en el Gobierno británico frente al frenesí de la picota que aceleraron las revolucionarios franceses. Quizá haya sido el cántico de la Marsellesa el que ha insuflado a nuestros vecinos ese brusco giro de guion destinado a inspirar una futura película de Ken Loach. No ha sido suficiente el maquillado de sus aristas para que la extrema derecha alcanzase el Palacio de Matignon. Ni la inmigración ni la construcción europea pueden constituirse como el leviatán para avivar desencantos. Macron ha jugado fuerte con este anticipo electoral, evitando en el último minuto este primer asalto al poder de las filas de Le Pen. Pero la más que probable cohabitación requiere una altura de miras, evitando que el populismo descarrile por el otro extremo, con un Frente Popular que debe decaparse de aspiraciones revanchistas o del tufillo de reminiscencias soviéticas. De un plumazo, ha sido el electorado de estas veteranas naciones el que ha colocado un dique de contención a esta ola reaccionaria que parece matonear al Estado de Derecho. Seguimos viviendo en el mejor de los tiempos, en el peor de los tiempos.

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