Opinión | El cuerpo en guerra

Cuando la ciudad se apaga

Últimamente bendigo esa hora de la noche en que la ciudad descansa, cuando las ventanas abiertas y las luces apagadas, y esa brisa fresca acaricia mis piernas sin medias o levanta al vuelo mi vestido o mi falda y vuelvo dando un paseo a casa. Apenas el ruido de unos cuantos coches altera el silencio o las conversaciones de alguna pareja o grupúsculo de amigos a las que asisto como una intrusa durante unos minutos.

Justo anoche, en una de mis incursiones nocturnas, me sacudió una profunda nostalgia de mi río, del Guadalquivir. Que sí, que en Madrid está el Manzanares, pero no es lo mismo. Una no puede escaparse a escuchar su cauce pasar por cualquier puente, cosa que hacía en Córdoba cada vez que necesitaba un refugio. Seguro que muchos reconocen esa sensación de la que hablo: ese susurro, ese murmullo que mece desde lejos y calma, consuela.

En Córdoba también me encantaba pasear a esa hora en que casi todos dormían, cuando limpiaban (¿o a caso solo mojaban?) las calles y el calor de los aires acondicionados daba una tregua para tener una temperatura aceptable, que también permitiera volver a casa a pie, dando un rodeo para pasar por el río y detenerse unos minutos a escuchar su sonido. Buah, ese pequeño placer, cuánto lo añoro.

Lo recordé de golpe anoche volviendo a casa. Recordé aquellas noches de verano de madrugada cuando por fin la ciudad era amable (por su temperatura) y pensé que por mucho que disfrute del aire meciendo mi falda al cruzar el Puente de Segovia no puede haber una ciudad más bonita por la noche por la que perderse o en la que amar que Córdoba. Y me dije que eso tenía que escribirlo, que tenía que haber un texto por justicia poética en el que expresara que sí, que me encanta vivir en Madrid, pero que bonita, mucho más bella, es mi otra ciudad, allá donde el Guadalquivir me recibe siempre con los brazos abiertos para acunarme y serenarme todas las aguas revueltas que me bullen por dentro.

Que no hay espectáculo más lindo que esa Córdoba, lejana y sola, en verano, de madrugada, cuando la ciudad se apaga y una podría pasear hasta el amanecer contemplándola, haciéndole el amor, después de haberse dejado querer en los cines de verano y de tomar un helado en La Flor de Levante. Nada es comparable al primer amor -«El primer amor no tiene arquitectura», de Francisco Gálvez, lee una en Las afueras de Pablo García Casado– y nuestros restos, en la memoria, seguirán amaneciendo allí donde fuimos felices, tan felices que dolían los dientes, por primera vez, que más bella aún era esta ciudad a los 17, cogida de la mano de ese gran primer amor que será siempre eterno e inmortal.

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