Opinión | Tribuna abierta

El pan y las manos negras

Cuando tenía unos ocho años oí hablar a unas amigas de mi abuela. Una de ellas acababa de contratar a una criada nacida en Guinea Ecuatorial, que todavía era una colonia española, igual que era española la asistenta. Decía que era una chica trabajadora, aunque le había tenido que enseñar nuestras formas de limpieza que, sin duda, no eran las mismas que en su lugar de origen y, aunque estaba satisfecha, algo la perturbaba. Se calló unos segundos hasta que añadió: «No me gusta que toque el pan con esas manos... ¡son tan negras!». Si recuerdo esta historia sin haber conocido a su protagonista, es porque durante días le di vueltas a qué podía pasar si la chica tocaba el pan. ¿Se volvería el pan negro si ella lo tocaba o su manos se volverían blancas? ¿Transmitiría algún tipo de enfermedad solo al pan y no al resto de objetos? Aunque pregunté a mi familia, aquella era la típica pregunta incómoda que se resolvía con «calla niña que ahora estoy ocupada», o «deja de incordiar con tus tonterías». Sin embargo, no era una tontería, sino mi primera toma de contacto con el racismo. No era una discriminación total, solo algo parcial, escondido en las manos de la mujer que podían limpiar, planchar y lavar, pero no tocar el pan; algo pasaba si lo hacía, entonces el malestar de la amiga de mi abuela se generalizaba y se convertía en un rechazo cruel.

He recordado la escena (solo la escena, desconozco qué ocurrió después) al ver la crueldad con la que se habla en estos días de la situación de los menores inmigrantes; del rechazo que despiertan en los políticos, de la desvergüenza con la que los nombran por un acrónimo que no quiero repetir. El racismo larvado de mi infancia, ese racismo que se ocultaba detrás del rechazo a unas manos tan negras se ha destapado, vuelto explícito y se ha agudizado en estos días con los niños y adolescentes hacinados en Canarias quienes son objeto de tanto rechazo a ser acogidos en otras comunidades autónomas. Se les identifica como los enemigos a batir y se argumenta con falsedades sobre su poder destructor de nuestra sociedad: mienten sobre su edad («¿no habéis visto su corpulencia?»), sobre sus intenciones (vienen a quitarle el trabajo a nuestros hijos y a aprovecharse de pensiones que se niegan a los nacidos aquí); además, ocuparán nuestras viviendas y las robarán después; y, lo peor, son violadores. Nada que pueda demostrarse con datos, con hechos. Es un discurso calcado al de Trump en EEUU o al de sus seguidores en Europa y Latinoamérica. Copiado del que esgrimían los nazis contra los judíos: se esparce el miedo y germina el odio. ¿Qué está pasando para que ahora se focalice en niños y adolescentes?, ¿será porque ellos son el futuro?

Cuando el pesimismo y el malhumor empiezan a invadirme, y antes de saber en qué acabarán las disputas para el ¿reparto? de niños, se abre una luz en el horizonte: el nuevo gobierno laborista de Gran Bretaña ha anulado el decreto de expulsión masiva de inmigrantes a Ruanda y en Francia se ha podido detener (al menos por ahora) el ascenso de la extrema derecha al poder. Entonces el pesimismo se atenúa y el malhumor se disipa porque, a pesar del ruido de los voceros que pretenden salvar una pretendida raza, la suya, descubro que hay ciudadanos a los que no les molesta que las manos de piel negra toquen el pan, ni temen repartirlo con los dueños de esas manos y al escuchar las diatribas de quienes quieren devolverlos al mar por el que vinieron, esos ciudadanos van y votan. A veces sirve.

Suscríbete para seguir leyendo