Opinión | A pie de tierra

¿Por qué no siempre...?

Es difícil sustraerse al entusiasmo general que en estas últimas semanas ha despertado entre los españoles la selección nacional de fútbol; un cóctel de veteranos y promesas que se ha revelado letal y ha conseguido para nuestro país contra todo pronóstico su cuarto título europeo. Incluso los no futboleros han vibrado ante su juego, su derroche de frescura y su ingenio. Mientras otras selecciones tradicionalmente triunfadoras destacan por su hacer metódico y disciplinado, basado en la fuerza y el orden, la española, en una metáfora casi perfecta del país, recuerda a ratos a un grupo de amigos que juegan una pachanga el domingo por la mañana y dejan aflorar sin presiones el genio y el talento que aquí derrochamos. Los resultados se han materializado en un recorrido impecable, con siete partidos ganados de siete y una importante serie de trofeos entre sus jugadores más allá de la copa en sí misma. Pero si ha habido algo llamativo y emocionante a lo largo de este largo mes ha sido la unanimidad creciente que progresivamente iban despertando entre los españoles, unidos al final en un grito único y vibrante, sin vergüenzas ni complejos: «Soy español, español, español...»; entre ondear de banderas, camisetas de la selección, brazaletes, bufandas y pancartas con los colores de España; justo ésos para los que hasta un día antes de que empezara la Eurocopa, y seguramente a partir del día mismo en que terminen las celebraciones, era casi un pecado ostentar sin miedo a ser tachado por algunos de fachas irredentos.

Con sólo algunas excepciones ubicadas muy al Norte, que parecen haber orinado sangre con los triunfos de La Roja, durante unos días este país ha vuelto a unirse en torno a una idea común, personalizada en el fútbol y en los colores de una bandera, olvidándose de sectarismos, polarizaciones y malos rollos; en los que basa su existencia buena parte de nuestra clase política. Los españoles han reaccionado con alegría y efervescencia ante lo que les unía, necesitados sin duda de referentes, de señas de identidad comunes, de guías que les permitan caminar a una sin ira ni reproches, porque así se llega siempre más lejos. Y esa idea la han encarnado un grupo de chavales que por encima de todo se divertían jugando juntos, que han trabajado como titanes en pro de un objetivo común, de un sueño para ellos y el país al que representan.

Muchos han insistido recurrentemente en su carácter multicultural, poniendo el acento en que varios de ellos son hijos de inmigrantes llegados a España hace años, al tiempo -¡oh casualidad!- que nuestros políticos se enzarzaban con el tema de los menas, dejando en evidencia una vez más su baja estofa moral. Olvidamos todos que España ha sido multicultural siempre, desde que existe memoria de ella, y que en lugar de insistir en el color de la piel -al fin y al cabo, pura anécdota- debería destacarse de estos chicos su capacidad de esfuerzo, su sentido de la disciplina y del compañerismo, su afán por caminar juntos; es decir, de potenciar lo que les une y olvidar sin complejos lo que les separa, si es que hay algo que lo haga. Se erigen así en un modelo para el resto de los españoles y un motivo de oprobio para quienes, en lugar de hacerse fotos con ellos, deberían avergonzarse por sembrar a diario el odio y la discordia a fin de pescar en río revuelto y en su propio beneficio. Quedémonos, pues, con el mensaje que nos han transmitido con su triunfo (ellos, y también otras figuras indiscutibles como Carlos Alcaraz): el esfuerzo tiene siempre su recompensa, y unidos somos más y mejores.

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