Opinión | Entre visillos

Cuando el arte clama contra un planeta herido

La muestra ‘El fulgor y la tierra’ recorre la ingente producción de Antonio Bujalance

Antonio Bujalance tiene una presencia serena, tras la que se oculta un espíritu vibrante y firme, de los que rara vez se amilanan ante las sacudidas de la vida. La suya, larga y fructífera para las artes, ha convertido a este hombre sencillo y cercano, gracias a un temperamento creativo que siempre mira más allá, sin límites ni complejos, en uno de los pintores cordobeses vivos de mayor calidad y prestigio. Su ingente obra --ha sido un artista prolífico, que sin hacer ruido se ha aventurado por distintos soportes creativos-- puede ahora recorrerse a modo de muestrario cronológico inverso, pues empieza por el final y desanda toda su trayectoria, en la exposición que se ofrece hasta el 2 de junio en la Sala Vimcorsa. Son 80 obras espigadas entre una fértil cosecha de casi 60 años de trabajo reflexivo y tenaz, una selección fraguada desde antes de la pandemia que finalmente ve la luz comisariada por Javier Flores. En ella se narra la evolución plástica del maestro de Doña Mencía (nació en ese rincón de la campiña en 1934, aunque a los dos años se trasladó con sus padres a Bujalance); un camino recorrido en paralelo a la enseñanza hasta su jubilación de la Escuela de Artes y Oficios, que le permitió, ya libre de casi todo, imaginar desde su pulcro estudio junto a la Magdalena paisajes cercanos o intergalácticos. Mundos en unas ocasiones sacudidos de tremenda denuncia medioambiental --como los collages de su últimos años-- y en otras envueltos en la sutileza de una partitura musical, pero todos impregnados de poesía.

‘El fulgor y la tierra’ es el título de la muestra antológica escogido por Flores, menciano como Bujalance, escultor y crítico de arte. Así lo justifica como conclusión del amplio texto que aporta al catálogo en preparación, y que ojalá veamos editado antes de que finalice la muestra: «Antonio Bujalance ha dedicado su vida a existir dentro del cuadro, a experimentar continuamente con el caldo de cultivo que es la pintura --afirma--, y extrae de allí el fulgor destellante de una expresividad emotiva, un vuelo de la imaginación con los pies siempre en la tierra». La tierra siempre. Hasta cuando le da por mirar hacia arriba y traslada al lienzo, con una sensibilidad de texturas, formas y color tan inabarcables como los del mismo cielo, las nebulosas y demás danzas de un cosmos que le fascina. Es una pintura con memoria que se nutre de sedimentos del alma, en la que fueron resurgiendo, de modo cada vez más interiorizado y personal, los días agridulces de una infancia de campo. Y de ese aprendizaje de la Madre Naturaleza, luego prolongado en muchos años de estudios académicos, nació el tirón de la tierra que empapa su creación.

Así ha sido desde los primeros campesinos y espantapájaros que pintara hasta esas geografías imaginarias sacudidas por el maltrato humano, que se ofrecen al espectador a vista de águila como un SOS para salvar el planeta. Y todo con un estilo inquieto que nunca quiso dormirse en los laureles. «Desde una figuración evocadora, pasando por una esquematización de la forma que mira de reojo a un cubismo muy estetizado --señala Javier Flores en su semblanza--, adoptando el lirismo de la abstracción informalista (...) y determinadas incursiones en el expresionismo abstracto hasta llegar a un incipiente conceptualismo fotográfico». Uf, qué cosas cuentan los críticos. No estoy segura de que el maestro, hombre de pocas palabras y planteamientos sobrios, asuma al pie de la letra esa pirotecnia semántica, tan exacta por lo demás. Pero lo que está claro es que Antonio Bujalance, tanto por sensibilidad artística como curiosidad personal, ha tenido bien abiertos los ojos ante cuanto le rodea. Una mirada esencial que nos deja como herencia en sus cuadros.

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