Un niño reposaba sobre una pared a las puertas del estadio. Parecía cansado. Una empleada del club trató de animarlo. "¿Qué vienes a ver al Córdoba?". El joven apenas asintió. Unos metros más arriba, en la grada, poco sucedía. Hasta que Pepe Díaz se quedó clavado, con la rodilla en el césped y la cabeza apoyada en su muñeca, maldiciendo, dolorido. Solo aguantó ocho minutos.

Quizá su dolor se mitigara al escuchar desde el vestuario el clamor por el gol de Joselu, el jugador que le sustituyó. Corrió como loco el onubense, que aún no se había estrenado como goleador; corrió y corrió hasta atravesar todo el campo. Llegó hasta su banquillo y de él salió Abel Gómez. Ambos se fundieron en un abrazo. Ambos acumulaban dolor e impotencia. La rabia saltó por los aires.

El terreno de juego era una gigantesca sombra, pero el Córdoba se agarraba a cada cuadradito de luz, guiado por un fabuloso Caballero. Duró 45 minutos. Luego, otra vez el dolor. Su mano en el aductor. Luz de alarma. Miedo. Tras los quince minutos de descanso, el dolor no se va. Muy a su pesar, se acaba su partido.

El sonido parsimonioso de un tambor crea un efecto hipnótico. Hay un bajón. El Barça B marca y un avión de papel sobrevuela la tribuna. "Estos han salido en plan soviético", comenta un aficionado. Quienes le escuchan inician un paseo por el tiempo, poniendo la citada frase en boca de una madre, cuando decía aquello de: "¡Te he dicho que no vas a jugar al fútbol, pero como te pongas en plan soviético es que no vas ni a salir a la calle".

Dubarbier corre con el corazón, roba un balón y cae fulminado. Más dolor. Un ligero cojeo. Y mucha sed. Fuentes se acerca a la banda para beber; Alberto y Garai le imitan. El césped ya es una mancha negra; no hay sombras, no hay luz. Los focos se resisten a encenderse. Pero el público ya está en pie, rendido al esfuerzo de su equipo. Hay una perfecta armonía. Nadie se cansa de aplaudir. El himno deja de sonar y solo se siente el grito que nace del interior de un abrazo colectivo, de doce jugadores. Koki se arrodilla y besa el césped. Una nevera reposa sobre el suelo. Se queda vacía. Para entonces, quizá aquel niño que apenas si atinaba a pronunciar el nombre de su equipo, diga orgullo que ayer fue a ver al Córdoba.