Opinión | A pie de tierra

Botellón

Deberíamos recordar que en esta vida todo tiene su consecuencia, y que la educación que reciben nuestros hijos los condicionará el resto de sus vidas

Una vez más, el pasado miércoles de feria tuvo lugar el consabido botellón en el Balcón del Guadalquivir, un espacio menoscabado este año por las obras del tanque de tormentas, pero suficiente para acoger a decenas de miles de jóvenes, reunidos para socializar entre ellos, supongo, pero también, y sobre todo, para beber, poniendo en evidencia una vez más que el alcohol es droga tolerada, e incluso fomentada, en la sociedad actual, pese a los efectos terribles que provoca en quienes caen en sus garras y, con frecuencia, también en familiares y allegados. Que una administración pública facilite un acto de este tenor en lugar de luchar sin cuartel contra el problema ya es llamativo, pero que el resto de la población, incluida la prensa, lo aplaudan y lo jaleen, es ya de traca. Posiblemente, si se pidiera opinión a dueños de bares y casetas su respuesta no sería muy entusiasta, pero todo sea por tener contento a un sector de la población que empieza a beber cada vez antes, que no entiende de filosofías festivas si no es a través de la jumera de supermercado, y que es víctima final de esa misma permisividad, en la base de muchas de sus limitaciones emocionales y psicológicas.

Muy pocos de esos jóvenes verán esta columna, dado que apenas leen otra cosa que no sean ‘whatsapps’ o redes sociales. Sin embargo, en ocasiones así deberíamos preguntarnos cómo podría ser este país, cómo nuestra ciudad, si cada día, o simplemente una vez al mes o a la semana, 50.000 de ellos salieran a la calle pidiendo trabajo, alzando la voz contra la corrupción, el sectarismo y la degeneración política, o reclamando un mundo mejor: caerían estrepitosamente los argumentos de quienes tanto dicen preocuparse por el futuro de las nuevas generaciones.

Son los jóvenes los que, por definición, deben cambiar el mundo, como lo hicimos nosotros en su momento, cuando diseñamos otro que no fue perfecto, pero que nos ha permitido disfrutar del Estado del bienestar durante algunas décadas y a ellos vivir y crecer entre algodones, sin más exigencias que las que cada uno haya querido imponerse, porque parece como si la sociedad hubiera renunciado a requerirles algo por miedo a que sufran. Por desgracia, el tiempo pasa muy deprisa, y los que eran jóvenes anteayer son los que hoy colonizan la política y las instituciones, a las que algunos han trasladado su mediocridad, sus modos pendencieros y su miseria moral. Deberíamos recordar que en esta vida todo tiene su consecuencia, y que la educación que reciben nuestros hijos los condicionará como personas y profesionales el resto de sus vidas.

Pues bien, Córdoba parece haber apostado por la diversión y lo fácil. Si así lo quiere, me parece perfecto. Está en su derecho; pero no nos llevemos las manos a la cabeza si dentro de unos años tanta laxitud se nos vuelve en contra.

«Si algo hay en España de lo que no se puede disentir es del totalitarismo de la fiesta, en el que se confunden con entusiasmo idéntico la izquierda y la derecha». Son palabras de Antonio Muñoz Molina (‘Todo lo que era sólido’), quien remata el argumento de forma taxativa: «La misma generación que creció sin derechos quiso inventar un mundo en el que no parecían existir los deberes...; al hacerse mayores muchos de nosotros se han empeñado en prolongar una ficticia juventud y en halagar a los jóvenes en vez de ejercer con ellos la responsabilidad de ser adultos, la obligación de educar». El problema no obedece, pues, a una falta de diagnóstico, sino a la ausencia total de interés por aplicar la posología necesaria. Y es que no tenemos remedio.

*Catedrático de Arqueología de la UCO

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