Opinión | Editorial

Monarquía parlamentaria renovada

España, según el artículo primero de nuestra Constitución, se constituye en un Estado social y democrático de Derecho: la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, y la forma política del Estado es la monarquía parlamentaria. El Rey, como jefe del Estado, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones (artículo 56.1). He aquí el marco de referencia en el que se situaba, hace ahora diez años, la abdicación de Juan Carlos I en favor del entonces príncipe de Asturias, Felipe de Borbón y Grecia, que pasaba a ocupar la jefatura del Estado con el nombre de Felipe VI.

Aquel marco constitucional de referencia, diez años después sigue vigente. El rey Juan Carlos I, desde entonces rey emérito, cayó del pedestal por deméritos propios: dilapidó todo el caudal de credibilidad que fue acumulando durante la Transición política y por su papel para abortar el golpe de Estado del 23F de 1981. El hasta entonces rey confundió la inmunidad de la que gozaba en virtud del artículo 56.2 de la Constitución con impunidad y el hecho de «no estar sujeto a responsabilidad» con irresponsabilidad.

Desde esta óptica, con la perspectiva del tiempo, se puede apuntar ahora que la cadena de acontecimientos que precipitaron su renuncia se explica también por la excesiva carga emocional del relato construido sobre Juan Carlos I y por una condescendencia acrítica de los grandes partidos de Estado y de medios de comunicación de referencia. En sentido contrario ha ido emergiendo desde entonces otro relato emocional para desacreditar no solo la conducta del rey emérito sino también a la Monarquía parlamentaria y, por extensión, al llamado «régimen del 78». La virtud, como dicen los clásicos, se encuentra en el centro. En efecto, la Constitución de 1978, bajo el arbitrio de la Monarquía, ha dado a España el período de mayor libertad, progreso económico y bienestar social de su historia. Felipe VI, desde su proclamación con nuevo rey, se ha cuidado no solo de devolverle a la institución el prestigio que había ido dilapidando su padre, sino de dotarla de mayor transparencia en el ejercicio de sus funciones y en la administración de sus dotaciones presupuestarias. Una tarea en la que no siempre ha contado con la colaboración de Juan Carlos I, sino que a veces se ha visto entorpecida con actitudes del rey emérito en sentido contrario.

Tampoco la clase política española, en particular los dos grandes partidos, PP y PSOE, han sabido aprovechar el relevo en la jefatura del Estado para dar un nuevo impulso a la Monarquía parlamentaria en la figura de Felipe VI con una actualización de la Constitución: la revisión de la sucesión en la Corona para hacer efectiva la no discriminación por razones de sexo que establece el propio texto constitucional (artículo 14), la delimitación del carácter «inviolable» de su titular y, en un plano más general, avances en calidad democrática, pluralismo político y diversidad territorial, y el nuevo marco europeo de referencia. La Monarquía parlamentaria renovada en la persona de Felipe VI es condición necesaria pero no suficiente para que pueda ejercer en plenitud su papel de árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones. Se necesita que los grandes partidos de gobierno renueven también los consensos políticos fundacionales de la Transición para que se fortalezca el consentimiento social necesario para su continuidad.