Opinión | Colaboración

Luz blanca

Hay días en los que atender a la actualidad se hace especialmente difícil ante tal carga de noticias insufribles incluso para nuestros escarmentados ojos, acomodados a la injusticia y a la violencia en un mundo preñado de ira. Una violencia hiperbolizada, de apariencia tarantiniana, pero, desgraciadamente, real. Una violencia que nace de odios irracionales que colman incontables rincones del planeta. Una violencia aventada por miedos antiguos, que se intentan desechar arrojando airadas y agraces balas, antes precedidas de palabras envenenadas, que huelen a pólvora y rompen el aire abriendo paso a la muerte, estrellada en los altos farallones de la nada. Porque esos muertos que vemos en las imágenes del terrorismo y de la guerra casi cada día, gritándonos dolorosamente, nunca acaban de irse y todos los muertos deberían dolernos.

Séneca ya se ocupó de la ira, hablándonos de sus efectos y estragos. Y la señaló, entre todas las calamidades, como aquella que costó más al género humano. Una pasión que centellea frente a otras más constantes y firmes a la luz. Ira es lo que sobrepuja a la razón y la arrastra con ella, surgiendo contra la ofensa y también contra los que creemos que nos han de ofender.

El espectáculo diario nos empuja a cerrar los ojos. Mas, seguimos observando diariamente la crueldad con el semejante o la insustancialidad, dueña y señora de las redes sociales en las que presenciamos desde el sonrojo diálogos desquiciados, preñados a veces de odio.

Igual no merecemos alcanzar esa quimera de la felicidad o, al menos, ese estado de tranquilidad, la ataraxia, que los estoicos perseguían por encima de cualquier otra meta sabedores de lo efímero de lo mundano. Al fin y al cabo, el estoicismo pretende fortalecer a cada persona contra el sufrimiento, pero no desde un desapego egoísta, conscientes de nuestra realidad.

Hoy, sin embargo, la luz del verano que se anuncia tímidamente va adueñándose del espacio, retándonos a la inactualidad, a elevarnos del tosco y mefítico escenario de lo real mientras nos salpica de culpabilidad. Nos gustaría dejarnos convencer, ceder a esa tentación tan seductora que, egoísta, aparte de nuestros labios ese cáliz acre que tantas veces los ha mojado. Emprendemos, casi diariamente, una disputa, una callada contienda interna que nos disloca entre la banalidad de lo vano y un mundo ensimismado pero instalado en una yerma irreflexión.

Y, cuando nos hallamos empleándonos en estas disquisiciones sinceras y leales a nuestra condición de seres pensantes, una irracional sacudida telúrica vestida de una camiseta de fútbol blanca recorre en forma de emoción intensa a millones de personas sacándoles de sus miserias y sus vidas ordinarias, proyectándoles a compartir una común alegría desatinada y absurda, pero tan intensa que sentirán que han sido poderosamente felices. Quién puede explicarlo.

*Abogado

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