Calenda verde

Bandos celestes

Juan Ramón Jiménez asocia el verano con los desplazamientos grupales de los rabilargos en busca de alimento

Un rabilargo.

Un rabilargo. / J. Aumente

José Aumente Rubio

José Aumente Rubio

Juan Ramón Jiménez me ayudó a posicionarme en la vida. En Platero y yo, un libro de poesía escrito en prosa, el poeta de Moguer volcó su amor a la naturaleza, los animales y los niños a través de la reflexión y el diálogo con su burro amigo. Era muy joven cuando leí esta obra por primera vez, y entendí que existía otra realidad diferente, de niños pobres y muertes prematuras. Me emocionaba con el niño tonto, el perro sarnoso, la tísica, el canario que se moría o la propia muerte de Platero, y, sobre todo, con la niña chica, porque ahondaba quizá en el duelo no superado por mi hermana perdida. Yo quería sentir la Naturaleza como Juan Ramón, y con el libro bajo el brazo me perdía por los campos queridos de Trassierra, y en un entorno que consideraba sugerente me introducía en ese pequeño universo lírico impregnado de melancolía, sin perder de vista los acontecimientos naturales que me envolvían. 

Platero y yo es un relato organizado por la sucesión de las estaciones del año y las vivencias de los ciclos naturales, agrarios y de la cultura local. A largo de sus páginas aparecen en diferentes capítulos un sinfín de aves: Mirlos, verderones, verdecillos, jilgueros, ruiseñores, oropéndolas, estorninos, golondrinas, aviones, gorriones, abubillas, cuervos..., y el poeta muestra una profunda admiración por estos seres alados: «Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y solo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal».

Releo otra vez el capítulo dedicado al verano donde dice lo siguiente: «Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas...». A los rabúos los conocemos por estos lares como rabilargos o mohínos, bellos córvidos que, como su propio nombre indica, se caracterizan por su larga cola. Su plumaje es muy singular, con un capirote negro, la garganta blanca, el cuerpo leonado, las alas y la cola azul y el vientre rosáceo, lo que proporciona al rabilargo una librea «celeste» francamente cromática e inconfundible.

Juan Ramón Jiménez pone de manifiesto su gran capacidad observadora y su acertado conocimiento de las costumbres de estas aves. Como todo el mundo sabe, la familia de los córvidos es depositaria de una considerable animadversión por partes de cazadores y hombres del campo. La innegable habilidad de los córvidos para no ser apresados y la no menor para expoliar huertas, graneros y frutales han fomentado sin duda la fobia popular, como se puede comprobar en la reacción de los guardas de los huertos de Moguer, que debían afanarse para ahuyentar a los mohínos especialmente en verano, cuando se produce la maduración de muchos frutos. Se trata de una especie muy gregaria que vive todo el año formando grupos más o menos numerosos: «Grandes bandos celestes». Si un rabilargo descubre una fuente de alimento suficiente, avisará a sus congéneres, que muy pronto acudirán a compartir el botín, emitiendo una diversa amalgama de chirridos, chasquidos y gritos que le sirven como complejo sistema de comunicación entre los individuos del grupo.

El misterio de su distribución

Son muchas las peculiaridades que presentan estas aves enormemente sociables, pero sin duda el rasgo más llamativo es su peculiar distribución geográfica. Hasta hace pocos años el origen de los rabilargos ibéricos era un misterio. El grueso su área de distribución corresponde a Asia Oriental, desde Mongolia y Manchuria hasta Corea y Japón, donde vive la mayoría de sus subespecies, menos una, la subespecie ibérica Cyanopica cyanus cooki, que vive justo al otro lado del mundo, en la Península Ibérica. Dos poblaciones separadas unos 9.000 kilómetros.

Los especialistas planteaban dos posibles hipótesis para tratar de explicar este misterio. Una de las teorías más extendidas suponía que algunos ejemplares llegaron a la península Ibérica en el siglo XVI a través de los intercambios comerciales que los marineros portugueses mantenían con extremo oriente. Explicación que vendría muy bien para afiliar esta especie con la tierra onubense de Moguer, donde se forjó la gran hazaña del descubrimiento de América y a cuyo puerto arribaban embarcaciones procedentes de países lejanos.

Sin embargo, recientes hallazgos de restos fósiles de rabilargo en Gibraltar datados en más de 40.000 años, así como los análisis genéticos de ambas poblaciones realizados en 2002, revelaron importantes diferencias genéticas entre ambas poblaciones, por lo que se ha terminado por desechar esta teoría. La otra conjetura, que parece tener más fundamento, es la de la separación de ambas poblaciones de rabilargos tras las últimas glaciaciones que afectaron a Eurasia. Las poblaciones intermedias entre la Península Ibérica y Asia Oriental desaparecerían ante el avance de los sucesivos periodos glaciales, quedando los rabilargos ibéricos aislados del resto, evolucionando en una especie diferente. 

Una planta con arte

Inspirados por el entorno natural y los avances en las técnicas constructivas, los arquitectos de la antigua Grecia empezaron a adoptar diseños más atrevidos y elaboradosa partir del siglo IV antes de Cristo, incorporando elementos de la naturaleza, como las hojas de acanto en los capiteles, en un intento por armonizar la estética natural con la estructura arquitectónica.

Según Vitruvio, arquitecto romano del siglo I antes de Cristo, la creación del orden corintio se debe a Calímaco, otro arquitecto, también escultor y pintor, que vivió en el siglo V antes de Cristo; y lo explica mediante un mito: Calímaco pasó por delante de la tumba de una doncella de Corinto, donde su nodriza había colocado una cesta de mimbre con algunos recuerdos, casualmente sobre la raíz de un acanto. Al llegar la primavera, los tallos y hojas del acanto crecieron por los lados de la cesta, obligados a doblarse en forma espiral, a modo de volutas. Encantado con la belleza adquirida por la forma de la planta, Calímaco construyó para los corintios algunas columnas siguiendo ese patrón; llegó a determinar sus proporciones simétricas y estableció desde entonces las reglas que debían seguirse en el nuevo orden arquitectónico.

Hojas de acanto que pueden encontrarse en la Cuesta de la Traición.

Hojas de acanto que pueden encontrarse en la Cuesta de la Traición. / J. Aumente

Esa planta, de nombre científico Acanthus mollis, es propia de zonas húmedas y umbrosas, y se la puede observar en el tramo bajo del arroyo del Molino, cerca de los Baños de Popea, o en los enclaves más sombríos de los senderos, caminos y carreteras que suben a la sierra. Sus grandes hojas de intenso color oscuro, brillantes, lobuladas y dentadas, nacen de la base de la planta, y se abren alrededor formando una brillante masa verde. Por estos días se adornan con su largo pedúnculo floral, de hasta 120 centímetros, en espiga, cubierto de flores en toda su longitud.

En la arquitectura contemporánea, el orden corintio sigue siendo una fuente de inspiración, y sus elementos se utilizan para agregar un toque de elegancia y sofisticación. Mientras se toman un refrigerio en la terraza de Atrio Café, observen las hojas que envuelven las columnas que enmarcan las ventanas exteriores de la Casa Palacio de Teófilo Álvarez Cid, que el arquitecto modernista Adolfo Castiyñeira Boloix construyó en 1907 en la Avenida del Gran Capitán, hoy sede del Colegio de arquitectos de Córdoba.

*José Aumente es Biólogo