Opinión | El ruido y la furia

Europa

El término lo usaban los fenicios para designar el atardecer

Sé o creo saber que un poeta escribió «mucho dice quien dice atardecer». Es posible que el poeta especificase ‘crepúsculo’ en vez de atardecer. En realidad, no sé qué dijo ni quién lo dijo, acaso tan solo imaginé ese verso y me da miedo hacerlo mío no vayan a acusarme de plagio a estas alturas. Pero sea como fuere, es cierto que dice mucho quien dice atardecer.

‘Atardecer’ es muy probable que sea el origen etimológico de la palabra ‘Europa’. Según parece, ‘Europa’ tiene su origen en el término que usaban los fenicios para designar el atardecer. Qué casual y simbólico resulta todo esto en este momento. Porque Europa, últimamente, atardece en sí misma, empeñada en revivir una las peores épocas de su vieja historia. Europa es el Partenón y la ‘Iliada’. Es Roma y el derecho. Es Al Andalus y la Alhambra. Es libertad, igualdad, fraternidad. Y es el Renacimiento y Miguel Ángel y Mozart y Newton y Averroes y Cervantes y Lorca y Beethoven y Descartes y Kant y Platón y Sócrates y Velázquez y Picasso y Renoir y Leonardo, pero es también la Inquisición, las dos guerras mundiales, la muerte de Ana Frank que simboliza millones de muertes... Así que ahora, cuando el fascismo va ganando fuerza y terreno, acaso ya no sea prudente mirar el fenómeno como un catarro pasajero, acaso sea llegado el momento de darnos cuenta de que nos jugamos mucho en las elecciones del 9 de junio, de que nos seguiremos jugando mucho después, que es preciso que despertemos y paremos la ola fascista que nos amenaza porque cada vez que Europa se duerme tiene una pesadilla, sueña el terror.

Hoy escribo esto desde el confín de Europa, desde este sur que habito y que me habita donde por las tardes, cuando el sol empieza a rendirse, camino por la orilla donde Europa termina y desde donde puede verse con nitidez, si sopla poniente, la costa africana. Siempre me ha fascinado el atardecer. De niño iba hasta el extremo de la calle, donde casi acababa la ciudad, donde empezaba el descampado, lo despoblado, lo inexplorado, a buscar el atardecer. Aquello era una arriesgada aventura. Ya de mayor, los horarios laborales me han procurado cientos, quizás miles de amaneceres. Décadas de madrugar más que el sol, de adelantarme a su camino, de ver el alba aparecer en el retrovisor cinco días a la semana, más de cuarenta semanas al año, más de cuarenta años. Y siempre, siempre, he tenido el mismo pensamiento: el atardecer tiene una lumbre que no tiene la mañana, del mismo modo que la niñez tiene una lumbre que no tiene ninguna otra edad. Pero solo a condición de que cuando digamos ‘atardecer’ solo hablemos del fin del día y no, otra vez, del fin del Europa, del fin del mundo.

  • Periodista

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