Opinión | El ruido y la furia

En el fondo del mar

La marea pronuncia la larga nómina de los ahogados

En este sur que habito y que me habita, todavía, por las tardes, cuando el sol ya no calienta tanto y se despierta la brisa y es más amable la luz, la gente se sienta a la puerta de su casa a tomar un poco el fresco. Por la ventana, que la tengo abierta a ver si con el levante me entra un soplo de eso que llaman inspiración y que jamás me encuentra, regañados las musas y yo por los siglos de los siglos, me llega la voz de mi vecino cantándole a su nieta: «¿Dónde están las llaves, matarile, rile, rile, rile?». Me recorre un estremecimiento, como si de pronto hubiera helado. Conozco la respuesta. En el fondo del mar.

Mi hermano del alma Antonio Manuel me enseñó de dónde proviene esta aparentemente inocente letrilla que le cantamos a los niños. En la lengua que hablábamos aquí hace cinco siglos, en árabe, «mawt» (pronúnciese «mauta», cerrando mucho la pronunciación de la ‘a’ final) significa muerte. Y «rihla», viaje. Mauta-rila, el que muerte en el viaje. Cantemos de nuevo, traduciendo: «¿Dónde están las llaves, mauta-rila (muerto en el viaje)?». Y la terrible respuesta: «en el fondo del mar». La «inocente» cancioncilla con la que entretenemos a nuestros niños habla de los judíos y los moriscos expulsados de España y muertos, con las llaves de sus casas en la mano, lo único que pudieron llevarse, al cruzar el Estrecho en dirección a África. Esa masacre sigue sucediendo, medio milenio después, ahora en sentido contrario.

Un informe de la organización «Caminando Fronteras» asegura que desde en los primeros cinco meses de este año treinta y tres personas han muerto cada día intentando llegar a las costas españolas. Esto hace un total de más de cinco mil seres humanos muertos en cinco meses, la mayor media desde que se tienen registros. De ellos se calcula que cincuenta eran niños. No consta en el informe que vinieran cantando, pero estoy seguro de que no.

Soy un hombre muy apegado a mis costumbres. Casi a diario, después de la tarea, cuando amansa el fragor de lo que obliga el oficio de ser humano, suelo ir al mar, a pasear su orilla (al otro lado África, la veo y me mira) y a sumergirme en el azul, como me enseñó a hacer mi padre. Me reconforta ese abrazo entre el mar y yo. Alguna vez he escrito que sí, que es verdad que entre nosotros dos hay más de un lazo. Pero no me engaña, sé de su condición de cementerio. Y sé también que en los días de calma, al caer la tarde, la marea pronuncia una letanía, una sorda enumeración de nombres que reconozco, la larga nómina de los ahogados.

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