Opinión | Tribuna abierta

Érase una vez un junco

El cuento era el género literario predilecto de Rafael Mir Jordano

Dice Irene Vallejo en ‘El infinito en un junco’ que los libros tienen la sutil capacidad de trazar un mapa de los afectos y las amistades. Y hace unos días tuvimos la ocasión de comprobarlo en la Academia de Córdoba al hilo de la intervención que sobre la obra literaria de Rafael Mir Jordano llevó a cabo Francisco Antonio Carrasco , querido compañero, que compartió con Mir el ejercicio del cuento y la pasión por un género que también cultiva y del que es buen conocedor. Lo hizo además desde la misma concisión que glosó del polifacético abogado cordobés subrayando las claves con las que, a través de la palabra, se adueñaba de la atención del lector: inquietud, sugerencia, desparpajo, crudeza, mordacidad...

De vuelta a casa, la rememoración me ha hecho releer el viejo ejemplar de la edición original de ‘Cayumbo’, el primer libro de cuentos que Rafael alumbró allá por 1955. Me lo regaló en su día calificándolo en la dedicatoria de «pieza arqueológica», quizá porque ya estaba un tanto destartalado con décadas a la espalda y alguna página vendada con cello, pero con la carga afectiva de quien regala un particular incunable. Fue la manera con que quiso corresponder al compañero y amigo a quien encomendó el prólogo de ‘Lo escrito, escrito está’, su primer recopilatorio de artículos y toda clase de escritos variopintos.

Lo quizá inhabitual o más emotivo del caso es que, aunque se lo encomendaba al que, antaño, como redactor encargado de la sección de Cultura de este periódico había compartido con él toda clase de avatares e iniciativas culturales, se lo estaba solicitando también a un alumno suyo, ya que lo tuve como profesor de Mercantil. Me pidió que fuera sincero y lo hice de modo acorde con su particular manera de ser, léase señalando entre las virtudes de sus escritos, los puntos de suficiencia, ironía, mordacidad o medida impertinencia que sabía trasladar desde su personalidad al papel. Matizando que podrían discutirse, pero nunca la eficacia con la que se ejercían y la potente conexión que establecían con el lector.

El cayumbo es un junco que nace en las ciénagas en el que el autor simbolizaba sus pretensiones: que los cuentos tengan su raíz en la realidad, aunque sea amarga, pero que «alguna fuerza los impulse hacia arriba». Curioso que se fijase en ellos adelantándose a Irene Vallejo e incluso a Margaret Atwood, la exitosa autora de ‘El cuento de la criada’, para la que nuestro cerebro es una mágica estructura de maravillosa plasticidad que se modela leyendo. Flexible como un junco. Aunque para un niño éste siempre será el socorrido soporte donde llevar ensartadas rosquillas de romería.

Muchos cuentistas suelen en algún momento ensayar el paso hacia géneros más extensos o, por el contrario, depurarse hacia el microrrelato. Mir Jordano lo hizo con especial fortuna en esta segunda dirección propiciando piruetas finales fruto del ingenio y la síntesis. Aunque estos días también quepa provocar la sorpresa del lector desde inicios kafkianos. Un insecto puede despertarse transformado en Gregorio Samsa, la Bella Durmiente hacerlo para cocinar unas perdices o el dinosaurio «seguir allí»... esperando un papel en ‘Jurassic Park’.

O micronarrar en clave matemática, tejiendo todo lo anterior, algo así como: «La escritora no acababa de encontrar un título para su libro. Paseaba por una ribera en la que, tras la tormenta, varios juncos habían quedado, abatidos, entremezclados con la tierra arrastrada por el agua. Uno de ellos yacía enredado sobre sí mismo hasta formar una especie de ocho durmiente. A la escritora se le iluminó el semblante». Vaya en recuerdo del profesor, compañero y amigo. (Que lo hubiera contado mucho mejor).

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