Opinión | Cosas

Platko en Las Tendillas

Más que con el famoso duende, el Córdoba parece entroncado con una saga rúnica cuyo número fetiche es el cuatro. Setenta años se cumplen ahora de su fundación, en unos tiempos en los que las fusiones pasaban de largo frente a las entidades bancarias y se centraban más en el amigable refuerzo de la competición. Siete años después de aquella entente entre el San Álvaro y el Real Club Deportivo Córdoba, el Córdoba militaba en primera división.

Sesenta años ya de aquel luctuoso 26 de abril de 1964, asociado a unos postreros aficionados que nunca llegaron al Arcángel. La piel de la ciudad tiene memoria y allí, en la Cruz del Rastro, quedaron las huellas de las llantas imposibles del autobús que se precipitó al río.

Los cordobesistas retenemos qué estábamos haciendo aquella tarde del 22 de junio de 2014. En mi caso, huir de toda retransmisión radiofónica cuando todo parecía perdido tras aquel amago de invasión del estadio insular por los pío-pío canarios. Hasta que el gol de Uli Dávila lo cambió todo.

Han sido cincuenta y tres años de celebraciones de ascensos en remoto, una de las más sonadas aquella en Cartagena de la que ahora media un cuarto de siglo; saboreada tras penitenciar dieciséis años en segunda B, con algún escorzo en tercera para evidenciar, desde la textura blanquiverde, que aún puede ser más dura la caída.

Por eso la semana pasada la ciudad se impregnó de un ambiente de inquietante ilusión: manojos de nervios compensados con muchas tisanas de autoconvencimiento. Se les temía a los culés por su desparpajo; por ser un criadero de talentos y por los costurones de desilusión que nos han dejado los filiales -todavía se recuerda aquel troceo de carnés que provocó el Depor B-.

Para muchos iconoclastas de esta lúdica agitación de las masas, es anatema tildar al fútbol como cultura, aunque se rebaje ese gesto con el limosnero calificativo de popular. Los más intransigentes pueden llegar hasta los versos de Alberti a Platko (ese oso rubio de sangre), el mítico guardameta húngaro, desconsiderando esa catarsis blanquiverde que fue el segundo gol de Toril. Revolotea mucha podredumbre en los estamentos deportivos, como esos nuevos opios que suplantan la religión por unas cláusulas de rescisión. Hasta se categoriza el fútbol como una obscena manifestación de poder -también se pergeñó la distensión de los bloques en la diplomacia del ping pong-. Pero asumo y franqueo esa devolución de correo a quienes nos tildan como tontos útiles a los seguidores de unos colores deportivos. Nada más plácido que esa noche de San Juan que galvanizó, gracias al Córdoba, los corazones de una ciudad.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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