Opinión | Para ti, para mí

Ordenación de ocho nuevos sacerdotes

Ayer, sábado, 29 de junio, solemnidad de los santos Pedro y Pablo, tuvo lugar en la catedral de Córdoba, la Ordenación de ocho nuevos presbíteros, presidida por el obispo de la Diócesis, Demetrio Fernández. Fue, sin duda, una jornada esplendorosa y magnifica, transida de unción, emoción, gran gozo y alegría, no sólo para la Iglesia, sino para toda la sociedad, que, desde la orilla de la fe, contempla a los sacerdotes, como heraldos del Evangelio, ministros del Señor, que entregan sus vidas al anuncio, la celebración y la realización de la Buena Noticia de la salvación. Desde la imagen de aquel sacerdote, protagonista de la novela de Georges Bernanos, Diario de un cura rural, considerada por la crítica como una obra maestra de la literatura del siglo XX, hasta la silueta del personaje central de El poder y la gloria, la novela de Graham Greene, en la que un sacerdote mejicano, acosado por la revolución, capaz de muchas bajezas y de sublimes heroicidades, la figura de los sacerdotes se ha visto unas veces ensalzada y otras empañada al vaivén de mil acontecimientos.

En su primera carta pastoral a la diócesis, el actual obispo de Alcalá, Antonio Prieto, -sacerdote cordobés que ostentó los cargos de rector del Seminario de san Pelagio y Vicario General-, señalaba con precisión los principales problemas y dificultades de los sacerdotes: «Recemos por los sacerdotes. No corren tiempos fáciles para ellos. A las dificultades de siempre, hemos de añadir los retos de nuestra sociedad contemporánea: la sobrecarga de trabajo por la disminución del número de vocaciones, el estrés y la necesidad psicológica de resultados inmediatos, que se impone como criterio de vida, el manejo de las nuevas tecnologías, la esclavitud de las adicciones, las heridas afectivas, las carencias educacionales y los cantos de sirena de nuestra cultura hedonista y pragmática. Llevamos el tesoro del ministerio en vasijas de barro, por eso necesitamos hacernos espalda unos de otros. Hay que transmitir de manera prioritaria y de todas las maneras posibles: «Dios te ama, Cristo ha muerto por ti». ¡Espléndida visión la del recordado Antonio Prieto! El papa Francisco, por su parte, no cesa de concretar «lemas y esloganes» para los sacerdotes, como éstos, por ejemplo: «Por favor, primero la gente, después el horario». O éste otro: «No se vuelvan oficinistas de lo sagrado, que es el peligro de esta cultura. Revisen su dedicación a la gente, su apertura de corazón». O esta curiosa invitación a los sacerdotes: «No pretendan hacer carrera, tengan las uñas limpias, porque las uñas se ensucian cuando el cura empieza a trepar».

Me gustaría recordar las lineas finales de la novela Diario de un cura rural, cuando el compañero del protagonista, un cura secularizado, narra sus últimos instantes mientras esperaban la llegada de un sacerdote: «Como el sacerdote tardaba, me creí obligado a expresar a mi infortunado compañero el pesar que me producía aquel retraso que estaba a punto de privarle de los consuelos que la Iglesia reserva a los moribundos. Su mirada me hacía señal de que acercara mi oído a su boca. Pronunció, entonces, claramente, con extraña lentitud, estas palabras que estoy seguro de transcribir exactamente: «¡Qué más da! Todo es ya gracia». Ante los nuevos sacerdotes cordobeses recién ordenados, quisiera acercarme y besar sus manos consagradas, deseándoles una fecunda labor apostólica, mientras vienen a mi memoria, los versos del poeta: «Soy uno más que canta lo que ha visto / y mira al porvenir de frente; insisto / en que esta hora del mundo es la propicia. / Soy uno más que cree, espera y ama».

*Sacerdote y periodista

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