Opinión | El cuerpo en guerra

El después del fuego

«Y que San Juan no nos queme en su hoguera / cuando descubra quién la asaltó / (…) Y deja el equipaje en la ribera / para verte como quieres que te vea. / Sabes que todo está bien, / no hay error. / Deja el equipaje en la ribera / para verme como quiero que me veas. / Lánzate al agua otra vez, / aquí espero yo.» Todos los San Juan suenan a esta canción de Vetusta Morla, aunque no haya hoguera.

Este año es el primero que sí la ha habido, un fuego que conseguí con mucho esfuerzo encender junto a unas amigas, porque, como dice una de ellas, el fuego da menos miedo si una no está sola. Ramitas secas, papel de periódico, algún tronco más grande y mechero. Y mucha fuerza de voluntad y soplar y soplar para que el fuego prenda y, de repente, al arder, pareciera gran conquista colectiva del vínculo. Allí estábamos, tirando de todos los rituales que pudimos recopilar, intentando hacer de este San Juan uno especial, de estreno, para todas. Hubo romero y papel quemado con todo aquello que pesa como equipaje. También hicimos arder nuestros deseos para este nuevo mundo de las yoes después del fuego en las que nos transformamos.

Dicen que el fuego purifica. No lo sé, pero sí que algo ha cambiado en mi interior tras el día más largo del verano. No sé si fue por el ejercicio de hacer una reflexión sobre lo que quería en mi vida nueva, sobre ponerme en el centro yo y dejarme de preocupar tanto por qué sienten lo demás. O porque pasé horas soplando esa hoguera para que ardiera y al final del día toda yo olía a fuego. Yo, que soy algo maniática con la limpieza del cuerpo, de repente me vi oliendo a uno de los cuatros elementos básicos. No olía a candela, sino intensamente a fuego, aquel que había prendido de la colaboración conjunta de la amistad. Este olor permaneció en mi pelo y mis manos aún después de la segunda ducha.

En parte, era un olor a nuevo de esos que reconfortan, de los de estar en primera línea batallando para ganarle la partida a esas brasas que podían haber seguido ardiendo toda la noche y en las que fantaseamos con asar castañas, batatas, patatas... apenas dos días después de la primera tormenta del verano. Y es que sí, bendito verano de siestas largas y soporíferas y días de fuego, en los que da la sensación de que el mundo se detiene y sólo cuentan los helados, las risas en la piscina, las lecturas inagotables, las escapadas que haremos y las piernas al aire bajo las faldas y los vestidos. Bendito fuego tras el fuego.

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